«Se apearon al llegar cerca de la gruta de la tumba de Maraña, en el valle,
detrás de la gruta del Pesebre. Los criados desliaron muchos paquetes,
levantaron una gran carpa e hicieron otros arreglos con la ayuda de algunos
pastores que les señalaron los lugares más apropiados. Se encontraba ya en
parte arreglado el campamento cuando los Reyes vieron la estrella aparecer
brillante y muy clara sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia la gruta
sus rayos en línea recta. La estrella estaba muy crecida y derramaba mucha
luz; por eso la miraban con grande asombro.
No se veía casa alguna por la densa oscuridad, y la colina aparecía en forma
de una muralla. De pronto vieron dentro de la luz la forma de un Niño resplandeciente
y sintieron extraordinaria alegría. Todos procuraron manifestar
su respeto y veneración. Los tres Reyes se dirigieron a la colina, hasta la
puerta de la gruta. Mensor la abrió, y vio su interior lleno de luz celestial, y
a la Virgen, en el fondo, sentada, teniendo al Niño tal como él y sus compañeros
la habían contemplado en sus visiones. Volvió para contar a sus compañeros
lo que había visto.
En esto José salió de la gruta acompañado de un pastor anciano y fue a su
encuentro. Los tres Reyes le dijeron con simplicidad que habían venido para
adorar al Rey de los Judíos recién nacido, cuya estrella habían observado, y
querían ofrecerle sus presentes. José los recibió con mucho afecto. El pastor
anciano los acompañó hasta donde estaban los demás y les ayudó en los
preparativos, juntamente con otros pastores allí presentes. Los Reyes se dispusieron
para una ceremonia solemne. Les vi revestirse de mantos muy amplios
y blancos, con una cola que tocaba el suelo. Brillaban con reflejos,
como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban en torno de
sus personas. Eran las vestiduras para las ceremonias religiosas. En la cintura
llevaban bolsas y cajas de oro colgadas de cadenillas, y cubríanlo todo
con sus grandes mantos. Cada uno de los Reyes iba seguido por cuatro personas
de su familia, además, de algunos criados de Mensor que llevaban una
pequeña mesa, una carpeta con flecos y otros objetos.
Los Reyes siguieron a José, y al llegar bajo el alero, delante de la gruta, cubrieron
la mesa con la carpeta y cada uno de ellos ponía sobre ella las cajitas
de oro y los recipientes que desprendían de su cintura. Así ofrecieron los
presentes comunes a los tres. Mensor y los demás se quitaron las sandalias y
José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Mensor, que le
precedían, tendieron una alfombra sobre el piso de la gruta, retirándose des-
pués hacia atrás, siguiéndoles otros dos con la mesita donde estaban colocados
los presentes. Cuando estuvo delante de la Santísima Virgen, el rey
Mensor depositó estos presentes a sus pies, con todo respeto, poniendo una
rodilla en tierra. Detrás de Mensor estaban los cuatro de su familia, que se
inclinaban con toda humildad y respeto. Mientras tanto Sair y Teokeno
aguardaban atrás, cerca de la entrada de la gruta. Se adelantaron a su vez
llenos de alegría y de emoción, envueltos en la gran luz que llenaba la gruta,
a pesar de no haber allí otra luz que el que es Luz del mundo. María se
hallaba como recostada sobre la alfombra, apoyada sobre un brazo, a la izquierda
del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de la gamella, cubierta
con un lienzo y colocada sobre una tarima en el sitio donde había nacido.
Cuando entraron los Reyes la Virgen se puso el velo, tomó al Niño en sus
brazos, cubriéndolo con un velo amplio. El rey Mensor se arrodilló y ofrciendo
los dones pronunció tiernas palabras, cruzó las manos sobre el pecho,
y con la cabeza descubierta e inclinada, rindió homenaje al Niño. Entre tanto
María había descubierto un poco la parte superior del Niño, quien miraba
con semblante amable desde el centro del velo que lo envolvía. María sostenía
su cabecita con un brazo y lo rodeaba con el otro. El Niño tenía sus manecitas
juntas sobre el pecho y las tendía graciosamente a su alrededor. ¡Oh,
qué felices se sentían aquellos hombres venidos del Oriente para adorar al
Niño Rey!
Viendo esto decía entre mí: «Sus corazones son puros y sin mancha; están
llenos de ternura y de inocencia como los corazones de los niños inocentes y
piadosos. No se ve en ellos nada de violento, a pesar de estar llenos del fuego
del amor». Yo pensaba: «Estoy muerta; no soy más que un espíritu: de
otro modo no podría ver estas cosas que ya no existen, y que, sin embargo,
existen en este momento. Pero esto no existe en el tiempo, porque en Dios
no hay tiempo: en Dios todo es presente. Yo debo estar muerta; no debo ser
más que un espíritu». Mientras pensaba estas cosas, oi una voz que me dijo:
«¿Qué puede importarte todo esto que piensas? … Contempla y alaba a Dios,
que es Eterno, y en Quien todo es eterno».
Vi que el rey Mensor sacaba de una bolsa, colgada de la cintura, un puñado
de barritas compactas del tamaño de un dedo, pesadas, afiladas en la extremidad,
que brillaban como oro. Era su obsequio. Lo colocó humildemente
sobre las rodillas de María, al lado del Niño Jesús. María tomó el regalo con
un agradecimiento lleno de sencillez y de gracia, y lo cubrió con el extremo
de su manto. Mensor ofrecía las pequeñas barras de oro virgen, porque era
sincero y caritativo, buscando la verdad con ardor constante e inquebrantable.
Después se retiró, retrocediendo, con sus cuatro acompañantes; míen-
tras Sair, el rey cetrino, se adelantaba con los suyos y se arrodillaba con profunda
humildad, ofreciendo su presente con expresiones muy conmovedoras.
Era un recipiente de incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de
color verde, que puso sobre la mesa, delante del Niño Jesús. Sair ofreció incienso
porque era un hombre que se conformaba respetuosamente con la
voluntad de Dios, de todo corazón y seguía esta voluntad con amor. Se quedó
largo rato arrodillado, con gran fervor. Se retiró y se adelantó Teokeno,
el mayor de los tres, ya de mucha edad. Sus miembros algo endurecidos no
le permitían arrodillarse: permaneció de pie, profundamente inclinado, y
puso sobre la mesa un vaso de oro que tenía una hermosa planta verde. Era
un arbusto precioso, de tallo recto, con pequeñas ramitas crespas coronadas
de hermosas flores blancas: la planta de la mirra. Ofreció la mirra por ser el
símbolo de la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues este excelente
hombre había sostenido lucha constante contra la idolatría, la poligamia
y las costumbres estragadas de sus compatriotas. Lleno de emoción
estuvo largo tiempo con sus cuatro acompañantes ante el Niño Jesús. Yo
tenía lástima por los demás que estaban fuera de la gruta esperando turno
para ver al Niño. Las frases que decían los Reyes y sus acompañantes estaban
llenas de simplicidad y fervor. En el momento de hincarse y ofrecer sus
dones decían más o menos lo siguiente: «Hemos visto su estrella; sabemos
que Él es el Rey de los Reyes; venimos a adorarle, a ofrecerle nuestros
homenajes y nuestros regalos». Estaban como fuera de sí y en sus simples e
inocentes plegarias encomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus
familias, el país, los bienes y todo lo que tenía para ellos algún valor sobre
la tierra. Le ofrecían sus corazones, sus almas, sus pensamientos y todas sus
acciones. Pedían inteligencia clara, virtud, felicidad, paz y amor. Se mostraban
llenos de amor y derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre sus
mejillas y sus barbas. Se sentían plenamente felices. Habían llegado hasta
aquella estrella, hacia la cual desde miles de años sus antepasados habían
dirigido sus miradas y sus ansias con un deseo tan constante. Había en ellos
toda la alegría de la Promesa realizada después de tan largos siglos de espera.
María aceptó los presentes con actitud de humilde acción de gracias. Al
principio no decía nada: sólo expresaba su reconocimiento con un simple
movimiento de cabeza, bajo el velo. El cuerpecito del Niño brillaba bajo los
pliegues del manto de María. Después la Virgen dijo palabras humildes y
llenas de gracia a cada uno de los Reyes, y echó su velo un tanto hacia atrás.
Aquí recibí una lección muy útil. Yo pensaba: «¡Con qué dulce y amable
gratitud recibe María cada regalo! Ella, que no tiene necesidad de nada, que
tiene a Jesús, recibe los dones con humildad. Yo también recibiré con gratitud
todos los regalos que me hagan en lo futuro». ¡Cuánta bondad hay en
María y en José! No guardaban casi nada para ellos, todo lo distribuían entre
los pobres.»
Fuente: De la Natividad de la Virgen a la muerte del patriarca San José- Sección 14
Tomado de las Visiones de la Beata Ana Catalina Emmerick.